Las distopías reflejan nuestras ansiedades colectivas en el marco cultural de la posmodernidad. A diferencia de lo que sucedi´a en la modernidad, ya no creemos que el futuro este´ ligado al progreso y vaya a ser necesariamente mejor. Se ha convertido en algo que nos produce miedo y ansiedad, asi´ que creamos productos culturales que tratan de alertar sobre los riesgos de ir a peor, sobre los peligros que nos esperan a la vuelta de la esquina. Es lo´gico, pero el efecto combinado ha sido devastador. Los productos culturales reflejan la realidad, pero al hacerlo, tambie´n la crean. Imaginar futuros peores nos ha quitado la capacidad de pensar en un porvenir mejor. (
) Esto ha resultado enormemente funcional para el neoliberalismo capitalista, que ha utilizado la produccio´n cultural de distopi´as a su favor, para mantener el orden actual y evitar los cambios. Si solo imaginamos un futuro peor, el presente nos parecera´ admisible y no lucharemos para cambiar las cosas.
El futuro esta´ cegado, no nos espera nada mejor de lo que hay. Esa podri´a ser la conclusio´n, a juzgar por los mensajes poli´ticos, culturales y media´ticos que nos llegan cada di´a. Pero ante otros futuros igualmente oscuros, muchos y muchas decidieron imaginar mundos mejores y trabajar por ellos.
En Utopi´a no es una isla, Layla Marti´nez recupera proyectos uto´picos pasados que nos devuelvan la capacidad de imaginar y que nos gui´en para construir un futuro en el que merezca la pena vivir.